Capítulo 2: La Sala de la Asamblea
El transporte aéreo proyectaba su sombra sobre las aguas que bordeaban los acantilados de la isla de Keontia. Su velocidad iba disminuyendo, indicio evidente de que se preparaba para aterrizar. A lo lejos, sobresaliendo de entre todos los edificios de Keón, la capital, ya se podía distinguir la imponente figura del palacio. La nave se posó en una pista de aterrizaje habilitada en una zona adyacente. Cuando las puertas del vehículo se abrieron, varios guardias surgieron del mismo. Después, un hombre maduro, de mirada decidida y andares contundentes, salió rápidamente y se introdujo en una entrada trasera del edificio.
Daiablor caminaba presuroso por los poblados pasillos del palacio de Keón. Ni siquiera sus escoltas, sin duda acostumbrados al paso firme y decidido del Mandatario, podían mantener su característica elegancia al desfilar detrás de él. Y es que Daiablor era uno de los convocados por el Presidente Liathor a lo que parecía una importante reunión de la Asamblea, y por ello poco le importaban las miradas, cuchicheos o saludos de los habitantes del gran palacio, habituales cuando alguien importante acudía a Keón. Sin embargo, más especial era esta situación, porque todos conocían la gran aversión que el Mandatario Daiablor sentía hacia Liathor, por lo que el asunto a tratar en la Asamblea debía de ser muy importante para reunir en una sola habitación, de nuevo, a personas que, en algunos casos, casi se odiaban (o al menos eso hacían suponer sus comportamientos de cara al público).
La razón de esta disputa no podía ser otra: la guerra. Los acontecimientos ocurridos a lo largo del siglo presente, segundo de la dinastía Estepia (a la que pertenecía Liathor), permanecían imborrables en la mente de los tuilaneses. Solamente habían transcurrido cinco años desde la conclusión de la gran contienda, extinguida tras la muerte del hijo de Liathor, sucesor natural del actual Presidente. La guerra había sobrevivido más de nueve años, aguantando cualquier negociación de paz propuesta por una u otra parte.
El fatídico fallecimiento del descendiente de Liathor sirvió de aparente reconciliación, no entre los habitantes del planeta Tuilán, que nunca se habían odiado entre sí, sino entre los políticos ávidos de poder, aquellos que habían alentado la desunión de las distintas naciones. La confrontación había comenzado con el asesinato en un atentado de la esposa de Liathor (por fortuna, éste escapó de una muerte que seguro iba dirigida a su persona). Ése fue el detonante de la guerra, la excusa perfecta para solucionar los conflictos de intereses, meramente económicos, establecidos en aquel momento en Tuilán.
Las potencias oponentes a Liar, país en el que gobernaba un recién elegido Daiablor en los años en los que comenzó la batalla, acusaron a su líder de estar detrás de una conjura contra Liathor. Daiablor se había ganado la confianza de sus compatriotas con mensajes tal vez populistas, pidiendo la aceptación de Liar en la Asamblea (algo que consiguió tras la guerra). Por el contrario, Liathor argumentaba lo innecesario que era incluir entre los grandes países de Tuilán a Liar, pues, según él, este territorio ya tenía un representante en la misma lo suficientemente cualificado. Nunca hubo pruebas sobre ese complot denunciado, del que Daiablor renegaba rotundamente. Sin embargo, aun habiendo transcurrido algunos años, las acusaciones seguían en el aire, formuladas, en su mayor parte, por el Barón Laddermar, que acudiría a la Asamblea como alto Mandatario que era.
Absorto en estos pensamientos y en el asunto sobre el que podría tratar la inesperada Asamblea, Daiablor apenas se dio cuenta de que ya llegaba, en su trepidante caminar, al pasillo contiguo a la Sala de la Asamblea, iluminado con unos focos gigantescos y decorado con los más finos detalles arquitectónicos de la época dausoová. Aquella impresionante bóveda de luces y variados colores que se abría sobre sus hombros, no causaba admiración en una persona crecida en la opulencia. Y además, en esos momentos sólo le importaban las imágenes que se formaban en su mente, tal vez transformadas ya en sentimientos. Pero una dulce voz iba a hacer que despertara de aquellos instantes de embausamiento:
–¡Daiablor! ¡Daiablor de Liar!
Fue su primer escolta el que tuvo que avisar al Mandatario de la llamada.
–Perdone, Mandatario Daiablor –se dirigió el soldado, temeroso, a su superior–. A su izquierda...
Y allí lanzó su mirada. Una mujer, elegantemente vestida de militar, lo miraba, cruzada de brazos y esbozando una leve sonrisa como gesto amistoso.
–¡Meil! Llegas temprano –se sorprendió Daiablor.
–Estás muy equivocado; creo que menos tú y yo, todos han entrado ya en la Sala de la Asamblea.
–¿Cómo? ¡Aún no es la hora fijada! ¿A qué se debe tanta urgencia en un solo día? –objetó el Mandatario de Liar mientras hacía una señal a sus escoltas para que se retiraran.
–No te hagas el despistado, Daiablor. El asunto parece grave, por lo que exige una solución inmediata –dijo Meil, a la vez que comenzaban a caminar hacia la puerta de la Sala de la Asamblea, cuyo color dorado se veía resaltado por la iluminación del pasillo–. Supongo que tus contactos...
–Bueno, ellos me han dado la información oportuna, y creo que es buena, al igual que la tuya. –Daiablor hizo una pausa; quería suscitar el interés de su compañera en la Asamblea–. ¿Piensas que Liathor cederá la Presidencia? Ya sabes lo que opino de él, pero no desearía que un mocoso ocupara un cargo de tanta relevancia.
Meil, que sabía que Daiablor se refería a Loen, el nieto de Liathor, prefirió callar. Sólo hizo un ligero movimiento de cabeza para que sus escoltas también se retiraran justo en el momento en el que entraban en la Sala de la Asamblea. Las puertas mecánicas se cerraron automáticamente a sus espaldas. Daiablor y Meil tomaron asiento, uno al lado del otro, y saludaron con una reverencia al resto de Mandatarios del planeta Tuilán. Todos ellos rodeaban la gran mesa oval sobre la que discutían el asunto por el que Liathor los había convocado tan precipitadamente.
La Sala era espaciosa, con cuadros en las paredes de los distintos miembros de las dinastías de Tuilán y con pequeños focos de luz que hacían muy acogedora la estancia. Una gran mesa oval se situaba en el centro del lugar, estando circunvalada por varios asientos, ahora ocupados, que hacían juego con sus tonos oscuros. Sólo uno de ellos permanecía libre: el presidencial. Detrás del mismo, una puerta auxiliar (en realidad se trataba de la entrada a un ascensor), fijaba la atención de los Mandatarios, ansiosos por ver llegar a Liathor. Una vez acomodado, el Mandatario de Liar se quedó, de nuevo, sumido en sus pensamientos, a la espera de que el Presidente hiciera acto de presencia. Observaba disimuladamente al resto de los allí presentes. Observaba, en definitiva, a los más importantes representantes de los también más relevantes países del planeta.
Justo enfrente de Daiablor se hallaba Dlein, Mandatario de la tierra de Acraul, un pequeño y próspero territorio situado en el norte de Tuilán. Su continuo mandato de más de veinte años (caso insólito en una democracia), en uno de los países que no se había visto involucrado en la guerra, lo refrendaba como un jefe de gobierno experimentado y admirado, incluso por Daiablor. Cada cinco años, espacio de tiempo utilizado en Acraul para consultar al pueblo, iba obteniendo más votos que en la legislatura anterior, y eso demostraba el aprecio que su gente sentía por él y por su prestigioso gabinete. Sin embargo, y a pesar de las continuas presiones que recibía para que así no fuera, estos iban a ser sus últimos años ejerciendo un cargo público.
A sus ochenta y dos años creía haberlo dado todo, ya no podía ofrecer más; esperaba, pues, vivir con tranquilidad los con suerte diez años o más que le podían quedar de existencia, teniendo en cuenta la esperanza de vida media de los habitantes de su país. Incluso temía que si continuaba gobernando surgieran casos de corrupción que, hasta el momento, no se habían dado. Casos de corrupción, no en él o en su gabinete, sino en personas sobre las que no tenía potestad directa pero que podían aprovechar ese poder prolongado para beneficio propio. Dlein sabía que iba a salir airoso de aquel oficio público que, según él, tenía el privilegio de ocupar, aunque no se cansaba de repetir que quienes alzaban la cabeza eran Acraul y sus ciudadanos, y él iba, en último extremo, por detrás de aquel pueblo.
Dlein solía optar por una posición intermedia durante la celebración de las Asambleas; y es que su mayor virtud era la de escuchar al resto de Mandatarios para luego dar su opinión, explicando su punto de vista sin alzar la voz más de lo debido o sin intentar imponer sus propias ideas sobre las de los demás. En la Asamblea representaba a los países pequeños de Tuilán, aquellos que eran mayoría en cantidad pero no en extensión territorial o en número de habitantes. Era evidente, en definitiva, que existía un respeto hacia aquel gobernante que, seguro, pasaría a la gloria, no sólo de Acraul, sino de todo el planeta Tuilán. Algo que normalmente sólo los Presidentes conseguían, pues muy pocos políticos habían logrado dicha admiración y deferencia.
Daiablor miró luego a su izquierda, justo donde estaba el sillón vacío que siempre ocupaba Liathor, el Presidente de la Asamblea. Sólo daba opiniones y moderaba los debates de los Mandatarios. La Presidencia de la Asamblea era una institución que había perdido mucho poder a lo largo de los siglos. Ahora sólo servía para arbitrios y asistencias, pero se veía complementada por el ejercicio, a la vez, de un cargo mucho más operativo: la Presidencia de Tuilán. Este puesto se destinaba a administrar fondos aportados por todos los países, en la medida de sus posibilidades. Dichos fondos se utilizaban para causas de interés común (investigación médica y espacial, sobre todo), o bien para paliar las necesidades de la población de países pobres o víctimas de catástrofes naturales o bélicas.
A lo largo de la Historia de Tuilán, y en concreto de las dinastías que poseyeron el cargo de Presidente en sus miembros, esta administración fue, en determinados casos, desastrosa, ya que llevó al enriquecimiento de quien lo desempeñaba. De ahí que, desde tiempos relativamente recientes, los futuros Presidentes de la Asamblea y de Tuilán fueran instruidos, desde pequeños, para el buen hacer en su labor, que era hereditaria. Este principio ya había comenzado a hacerse efectivo con la llegada de la dinastía Estepia, que hizo recobrar el honor de los poseedores del más importante puesto existente en el planeta. Sin embargo, a efectos prácticos estaba claro que no concedía tanta autoridad como la que tenían en sus manos los Mandatarios. Muchos criticaban su carácter hereditario, e incluso su propia existencia, pero convenía que existiera, alejarlo del verdadero poder y enseñar a los futuros tenedores del mismo a saber usarlo con justicia y equidad, tal y como venían haciendo los Estepias durante prácticamente dos siglos.
Precisamente a Loen, nieto de Liathor, se le enseñaba la Ley de los Estepias para que pudiera suceder a su abuelo en el cargo que algún día dejaría vacante. Loen contaba con dieciséis años, y aunque ya tenía la edad suficiente como para ocupar la posición de Liathor, la legislación establecía que la regencia podía continuar hasta que el heredero cumpliera los veinte años y completara de este modo su formación. Cuánto había tenido que sufrir ese niño… Sin padres, su abuelo se había transformado para él en un verdadero referente, en su educador, en un modelo a seguir... El palacio de Keón, donde tradicionalmente residían los Presidentes y sus familiares, estaba situado en un país–isla al sur de Acraul, siendo aún más pequeño que el territorio gobernado por Dlein. Se llamaba Keontia y no tenía representación directa en la Asamblea.
Despejado ya de sus últimos recuerdos, Daiablor miró a Meil, la bella mujer con la que había entrado en la Sala y que estaba sentada a su derecha. Probablemente fuera la persona más afín a las ideas del Mandatario de Liar, aunque no tenía el carácter autoritario que algunas veces se vislumbraba en éste (a pesar de representar a un país democrático). Y es que existían algunas habladurías que sugerían algo más que amistad entre los dos Mandatarios, pero eran eso, simples rumores sin confirmar.
La Mandataria gobernaba, desde hacía dos años, en Áivan, un país situado al sur del continente Latose, el mismo en el que se encontraba Liar. Los encuentros entre los dos países se incrementaron cuando Meil llegó al poder, aceptando con naturalidad la integración de Liar en la Asamblea, cosa que no habían hecho los anteriores Mandatarios de este territorio, justo cuando Liar era un país representado por Áivan. Un sistema económico similar (importante en ambos casos), avalado por grandes infraestructuras y amplios recursos energéticos que utilizar por la numerosa población, habían llevado en su día a la tierra de Áivan a estar presente en la Asamblea.
En frente de Meil siempre se situaba Craccon, representante de los pocos países dictatoriales existentes en Tuilán (clara paradoja el que un dictador aceptase un puesto en un órgano democrático). Infringiendo constantemente las normas internacionales de derechos humanos, gobernaba despóticamente la isla de Otreupa, que formaba gracias a su gran extensión un continente entero que se situaba al oeste de Liar.
Craccon era un personaje orondo, famoso por su buena vida y sus fiestas suntuosas. Por contra, en su mayor parte la población vivía en unas condiciones lamentables debido a una pésima distribución de la riqueza, acentuada por unos impuestos que crecían cuanto menor era la clase social del súbdito en cuestión.
Liathor había propuesto, en el comienzo de su mandato original, que se incluyera un representante de las dictaduras del planeta para así acercarlos a las democracias, pero sus buenas intenciones se destruían cuando Daiablor o el Barón Laddermar lo utilizaban en las votaciones para sus propios intereses.
Y precisamente frente a Liathor, al otro lado de la mesa, se hallaba el Barón Laddermar, el último Mandatario. Administraba el país de Bailia y era el representante del tercer continente de Tuilán, Sesiana, gracias a su eficaz gestión y a su, para algunos, excelente amistad con la familia Estepia. Daiablor no estaba entre sus simpatizantes, ya que consideraba al Barón como el enemigo a batir, y esto se reflejaba en la dura competencia que existía entre Liar y Bailia, ya que lo que uno decía o hacía casi siempre era replicado por el otro. Eran las potencias del planeta, las que se habían enfrentado abiertamente durante la guerra, cada una con sus respectivos aliados.
En la Asamblea, a su vez, dirimir un asunto dependía de los simpatizantes que cada Mandatario pudiera atraer para sus propuestas. Al final, Liathor se convertía en el verdadero árbitro de las decisiones políticas de los Mandatarios, lo cual incomodaba al Presidente, pues su cargo le hacía buscar unos consensos que ya desde el principio sabía que eran imposibles.
Tampoco hay que olvidar que, durante la guerra, los dos países se acusaron mutuamente de haber comenzado la contienda o, más recientemente, de haber asesinado al hijo de Liathor. Fue precisamente durante la batalla más cruenta, en el mar de Kredfteria, donde el Barón Laddermar perdió su ojo izquierdo y su oreja derecha, suplantados por elementos mecánicos que supusieron un avance médico impensable para la época (se sentaban las bases, por ejemplo, de las retinas artificiales). Su cuello, cubierto por un collarín permanente, mostraba otras huellas que aún permanecían en el cuerpo del Barón.
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