Crítica de la película "Oro"
Tras la prescindible "Alatriste", el director Agustín Díaz Yanes vuelve a colaborar con Arturo Pérez-Reverte en "Oro". La película, que toma como referencia un relato del escritor, no es nada del otro mundo, si bien parece que el cineasta ha aprendido de sus errores (bueno, al menos de algunos).
La cinta se desarrolla en la primera mitad del siglo XVI. Un grupo de españoles se adentran en la selva para encontrar el oro del que todo el mundo habla. No sólo tendrán que enfrentarse a la naturaleza o a los nativos de la zona, sino que surgirán disputas con otros españoles e incluso entre ellos mismos.
Por desgracia, la rica Historia de nuestro país, al menos la de aquélla anterior a la Guerra Civil, no ha sido muy explotada por el cine patrio. "Oro" recupera una fecha en la que España era la mayor potencia del mundo, pero lo hace fijándose únicamente en los aspectos negativos de la denominada conquista de América.
"Oro", una película con defectos
El filme es bastante irregular, pues va alternando pasajes discretos con otros de mayor calidad. Por tal y como están descritos en el guión, resulta difícil empatizar con los personajes, de ahí que en ocasiones al espectador le importe bien poco las desventuras que les acontecen.
Algo que también provoca que uno se salga de la película es el hecho de que se modernizan ideas y palabras. De hecho, a ratos uno no comprendo por qué ciertos personajes se tratan de usted y otros se tutean.
Las escenas de acción son discretas y parcas (a pesar de que en "Oro" no falte precisamente la sangre). Sabedor de que no dispone de un presupuesto digno de una gran producción cinematográfica, el realizador solventa con acierto determinados pasajes.
Así, se utiliza el sonido para, por ejemplo, hacernos creer que ciertos personajes están rodeados de nativos. Es una sabia decisión que ojalá se hubiera empleado también en la mencionada "Alatriste". Si no puedes disponer de muchos extras, sé inteligente y aplica otros recursos.
En ocasiones, la música parece una versión muy endeble de "La misión", atosigándonos con insulsos ritmos y sonoridades que nos sacan de la película. La fotografía es oscura, quizás hasta demasiado, si bien entiendo que con ello se busca adaptarla al relato que se nos narra.
La mayoría de los actores hablan con una voz aún más grave que la suya, caso de Óscar Jaenada y de un Raúl Arévalo carente de carisma. Del reparto destacaría el trabajo de José Manuel Cervino y de José Coronado. Juan Diego apenas aparece unos minutos en pantalla.
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—Ruego a vuestra merced –dijo el desconocido– que no pase adelante.
Sorprendía el tono. Educado y muy cortés, sofocado por el embozo.
—¿Y quién lo dice? –preguntó Alatriste.
—Uno que puede.
No era buen comienzo. El capitán se pasó dos dedos por el mostacho, y luego bajó la mano hasta apoyarla en la gruesa hebilla de bronce del cinto. Prolongar la parla parecía de más. La única cuestión era si el marrajo estaba solo o no. Echó otro vistazo disimulado a diestra y siniestra. Había algo muy raro en todo aquello.
—Al asunto –dijo sacando la espada.
El otro no hizo ni siquiera el gesto de abrir su capa. Se mantuvo quieto en el contraluz de la luna, mirando el acero desnudo que relucía suavemente.
—No quiero batirme con vos –dijo.
Apeaba el tratamiento. Del vuestra merced al vos. O era alguien que lo conocía bien, o estaba loco al provocar así.
—¿Y por qué no?
—Porque no me acomoda.
Alatriste alzó la espada y se la puso al otro ante el embozo.
—Meted mano –dijo– de una puta vez.
—Al ver el acero tan cerca, el desconocido retrocedió un paso abriéndose la capa. El rostro seguía en sombra bajo el ala del chapeo, pero las armas quedaron a la vista: no llevaba una pistola al cinto, sino dos. Y el coleto tenía todo el aspecto de ser doble. Bravo de la carda o galán precavido, concluyó Alatriste, éste es cualquier cosa menos un cordero inocente. Y como roce la culata de una de esas pistolas, le meto un palmo de hierro en la garganta antes de que pueda decir Jesús.
—No voy a reñir contigo –dijo el otro.
Me lo pone fácil, decidió el capitán. Ahora, del voseo al tuteo. Me lo pone divino para ensartarlo, salvo que ese tono familiar que advierto en su voz tenga alguna justificación, y yo lo conozca lo bastante para que meter su hocico en mi vida y en mis noches no le cueste la piel. De cualquier modo se hace tarde. Acabemos.