Capítulo 3: La revelación de Liathor

"Sylel" - Capítulo 3: La revelación de Liathor

El ambiente en la Sala era tenso. Apenas se oían palabras, aunque sí algún que otro cuchicheo. El silencio ahora era casi total; reflejaba la preocupación que reinaba en los Mandatarios, aparentemente conocedores de la información que el Presidente les iba a facilitar.

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Laddermar, Dlein, Craccon (izda.). Daiablor, Meil (dcha.). Ilustración de Alejandro Alés.

Existía un interés inusitado que se pudo sentir cuando Liathor apareció por el elevador que comunicaba directamente sus aposentos con la Sala.

El Presidente de la Asamblea vestía una túnica de colores claros que estaba adornada discretamente por el borde de las mangas, los hombros y el pecho, donde lucía el símbolo de Tuilán. Salvo alguna excepción, casi todos los Mandatarios se mostraban orgullosos de exhibir sus emblemas ante el resto de gobernantes, y así ocurría también con los habitantes de cada uno de los países de Tuilán, que copiaban la tradicional forma de vestir de sus soberanos. Con gesto preocupado, en parte acentuado por las negativas vivencias que llevaba reflejadas en sus setenta años de vida, Liathor tomó su asiento habitual y ordenó el comienzo de la sesión con un gesto de su mano derecha.

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Liathor, Presidente de la Asamblea y del planeta Tuilán. Ilustración de Alejandro Alés

– Estimados amigos –comenzó a decir, intentando dirigir la vista hacia todos los presentes para que ninguno se pudiera sentir ofendido–, varias veces nos hemos reunido, vosotros y otros Mandatarios que os antecedieron en el cargo, pero nunca por un motivo de tanta trascendencia. Incluso la tensión que en su momento hubo entre los pueblos de Liar y Bailia, que terminó con la muerte de mi hijo...

– ¿He de suponer que se está refiriendo a mí? –inquirió Daiablor, bastante enfurecido–. ¿Acaso no puede olvidar aquellos incidentes y, sobre todo, dejar de lanzar falsas acusaciones sobre mi persona?

– Mandatario Daiablor, yo no quería...

– Por favor, Daiablor –intervino Meil para intentar suavizar la tensión existente–. Liathor no te ha acusado de nada.

– ¿De nada? ¡Desde la muerte de Brodeil no he dejado de ser perseguido por injurias e inquisiciones varias! ¡Aquello fue una guerra y esa aeronave no estaba comandada por uno de mis hombres! ¿Quién promueve esas acusaciones? Pues el propio Presidente de la Asamblea y de Tuilán, alguien que debería hacer gala de imparcialidad hacia los Mandatarios y que todos sabemos siente más simpatía por unos que por otros. –Al decir esto, Daiablor fijó su mirada en Laddermar; deseaba hacer públicos algunos resquemores que no tenía intención de pasar por alto.

Meil negó con la cabeza; esa no era una buena forma de comenzar la Asamblea, y seguramente Daiablor lo sabía.

– ¿Me acusas de la misma forma que dices lo hace Liathor? –El Barón entró en la conversación.

– No acuso, únicamente constato hechos. –Daiablor respiró profundamente–. Sólo hay que pronunciar el estulto título que precede a tu nombre para darse cuenta de los favoritismos que el Presidente te otorga. ¿Barón? –El Mandatario de Liar tornó su voz al articular esta palabra, dándole un aspecto cómico, burlándose de una distinción que, según él, no merecía llevar Laddermar.

– No me asombra tu incultura –se jactó el Barón–, mas deberías saber que este título no fue un otorgamiento directo de Liathor a mi persona. Yo tan sólo lo heredé de mi padre, que, desde luego, hizo más por Tuilán que...

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La discusión del Barón Laddermar y de Daiablor. Ilustración de Alejandro Alés.

– Mi crítica –interrumpió Daiablor– va dirigida al hecho de que todos tendríamos que ser iguales en la Asamblea.

– ¡Pero si hasta los niños saben que los títulos que otorga el Presidente sólo tienen valor testimonial! –se mofó el Mandatario de Bailia.

– Por favor... –intervino el Presidente, tratando de guardar calma–. Si Daiablor cree que yo he empezado esta disputa, que así sea, pero lo que no estoy dispuesto a aceptar es que nuestras distintas posturas desemboquen en errores. Estoy hablando de un nuevo enfrentamiento entre pueblos, de una matanza entre hermanos.

Daiablor y Laddermar guardaron silencio, aunque sus expresiones ceñudas denotaban una disconformidad basada en la repugnancia que cada uno sentía hacia el otro.

– Otra vez, no –continuó hablando el Presidente Liathor–. Las heridas parecen no haber cicatrizado del todo. Por eso, simplemente por eso, me he referido al pasado sin ninguna otra intención, Daiablor. Sólo quiero exponer una situación que, en mi opinión, va a resultar vital para el desarrollo del planeta y que únicamente se solucionará entre todos, y no contra todos. Y ahora, como Presidente de la Asamblea, me gustaría exponer el porqué de esta reunión.

– Eso es para lo que he venido– replicó Craccon con tono de poco interés.

– Como saben, la administración de los fondos que ustedes y sus representantes otorgan a la Presidencia va destinada a causas comunes. También están informados, pues votamos aquí el proyecto, de que la investigación espacial se lleva parte de esos presupuestos. Hemos creado así grandes laboratorios dedicados exclusivamente a la exploración de nuestro sistema estelar, apoyados por los cuatro potentes telescopios que, desde hace escasos años, orbitan alrededor del planeta.

– Gastos inútiles... –refunfuñó Craccon.

– Gracias a todo ello –Liathor siguió hablando, sin hacer caso a las palabras del dictador–, tenemos datos suficientes de los cuatro planetas que nos rodean, aunque, bien es cierto, la guerra ha impedido que avancemos en la conquista espacial de los mismos; los fondos han tenido que ser utilizados para paliar las miserias que nosotros mismos hemos causado. Sin embargo, tenemos prácticamente comprobada la información que nos interesa: no hay más vida inteligente en este sistema que la de Tuilán.

– ¿A qué viene esta ridícula enseñanza de colegio? –se impacientó Daiablor.

– Este es el submarino de investigación Gumerian –Liathor comenzó a entregar una imagen del mismo a cada uno de los Mandatarios–, hace veinticinco años. En su día, se ocultó a la Asamblea la detección de un objeto en la zona sur de Keón, veinte kilómetros mar adentro...

– ¿Y qué? –se expresó Craccon–. ¿Qué hay de nuevo en eso? Se os faculta para obviar aquellas cuestiones que puedan ser poco trascendentes para la Asamblea.

– Ahora estoy en disposición de asegurarles que ese objeto era, por imposible que parezca, un artefacto mecánico que procedía del exterior.

– ¿Cómo? –Meil, extrañada por lo que había dicho el Presidente, miró a un interrogativo Daiablor. Aquella noticia no tenía nada que ver con la información que sus colaboradores le habían dado. Daiablor parecía querer decir lo mismo. Al menos eso intuyó Meil en su rostro–. ¿Está aseverando que ese objeto es de otra civilización? ¿De otro planeta? ¿Es eso?

– Exactamente. Fíjense. –Oprimiendo el botón que se encontraba en el brazo derecho de su sillón, Liathor hizo bajar una enorme pantalla a sus espaldas. Pulsando otro botón, hizo descender aún más la luz de la estancia. Después, se levantó y continuó hablando mientras señalaba a la pantalla–. Este es el artilugio que Gumerian trajo en su momento de la zona descrita y, como pueden observar, se parece bastante a un satélite artificial de investigación, algo más pequeño que los nuestros. Si se fijan en las siguientes imágenes, en ese lado de la máquina, contemplarán unos extraños símbolos que bien pudieran ser letras. – Liathor señaló con su dedo a la palabra, para él indescifrable, «Creemea».

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Liathor muestra a los Mandatarios el satélite de otro mundo. Ilustración de Alejandro Alés.

– Pero, vamos a ver... –interrumpió Craccon–, ¿quién nos asegura que ese aparato viene de fuera?

– No lo ponga en duda. Si me dejan continuar, les daré pruebas suficientes para que me crean. Lo que sí me gustaría explicarles es que este satélite parece haber llegado a nuestro planeta ejerciendo tareas de exploración. Es evidente que los que lo enviaron conocían nuestra existencia.

– ¿Por qué no se les había informado directamente del descubrimiento a los Mandatarios que nos precedieron? –habló Meil–. ¿Y por qué ahora nos cuenta a nosotros todo esto?

– La materia espacial está bajo mi supervisión directa. En aquel momento creí que se trataba de algún artefacto de Tuilán, que alguno de los Mandatarios estaba experimentando con algo desconocido. Lo oculté para evitar malentendidos en la Asamblea. Preferí pedir permiso a las autoridades de Keontia, no involucradas en las disputas, para poder guardar la máquina extratuilanesa, aduciendo como excusa ante el público la recogida de un importante hallazgo arqueológico.

– ¿No fortalece este hecho mi teoría sobre el origen del satélite? –Craccon señalaba a uno de los componentes de la máquina, como si le fuera familiar–. La falta de originalidad en el diseño del artefacto, tan semejante a los nuestros... ¿Quién nos dice que no proviene de un engaño originado en Tuilán? No sería la primera vez...

– Déjeme explicarle, madatario Craccon... No fue creado aquí, eso téngalo por seguro. Lleva bastante tiempo oculto bajo el mar, como si ya hubiese terminado su trabajo. Este diseño era novedoso en aquella época; ahora no nos impresiona tanto. No quisiera adelantarme, pero creo que esto puede significar la respuesta a la pregunta que siempre nos hemos hecho sobre la vida extratuilanesa. Existe y... –Liathor, aunque parecía que iba a revelar algo importante, silenció sus palabras y miró a Meil, que parecía ansiosa por intervenir.

– Se aventura demasiado. Si la hubiera, el problema estaría en que sería una casualidad demasiado «extraña», por calificarlo de algún modo.

Lo extraño, Meil, nos perturba. Muchos conocimientos pasan desapercibidos ante nuestros ojos, pero están ahí, esperando nuestra llegada. No tengamos miedo a encontrarlos, aunque contradigan nuestras costumbres. –Liathor hizo una pausa para tomar aliento–. Creíamos que después de la contienda, cuando pudiéramos recuperar el programa espacial, hallaríamos respuestas a todas nuestras dudas. –El Presidente dejó de hablar de nuevo, esta vez para medir las palabras que iba a utilizar–. Parece que se nos han adelantado. Sólo me queda repetirles que creo oportuno debatir...

– ¿Debatir? ¿El qué? –interrumpió el déspota Craccon– ¿Acaso no llevábamos décadas y décadas suponiendo que existía vida en otros lugares del Universo? Que si los planetas exteriores, o algunos de sus satélites, podían tener civilizaciones, que una primitiva vida animal se encontraba en el planeta más cercano al nuestro... ¡Falso! Pronto pudimos ver lo complicada que es la evolución de unos seres como nosotros. Cuando «ellos» vengan a vernos, supongo que lo harán, hablaremos del asunto y, mientras tanto, creo que lo mejor sería fortalecer nuestro sistema defensivo. No quisiera verme involucrado en sorpresas desagradables para mi pueblo...

– No tienen que venir ellos aquí –dijo Meil, sonriendo–. Podemos crear la tecnología necesaria para visitarlos. Sé que podemos hacerlo. ¿No sería maravilloso entablar acuerdos de cooperación con otros seres inteligentes?

– ¿Acuerdos de cooperación? –interrumpió Daiablor–. Si algún día nuestra tecnología nos permite ir al planeta donde se oculta esa supuesta civilización, sería para aprovecharnos de nuestra superioridad y sacar algo a cambio. No, no me refiero a guerras, sino a una relación de servidumbre entre superiores e inferiores. Una relación que no tiene por qué ser despótica. –El Mandatario de Liar desvió la vista, levemente, hacia Craccon–. ¿Por qué crees que se muestran tan amistosos? Temen que seamos superiores a ellos. Si vieran que nuestra civilización no está tan desarrollada como la suya, se plantearían la misma cuestión que la que yo os expongo. O aún peor.

– Se están adelantando mucho, estimados Mandatarios –sonrió Liathor–. Todas esas especulaciones están muy bien, pero, de nuevo, hacen que retrase la exposición del verdadero asunto que ha propiciado esta reunión. Esto no ha sido más que una excusa para introducirles la materia que de verdad me interesa que conozcan.

Sin apenas tiempo a reaccionar, unos interrogativos Mandatarios vieron a Liathor levantarse y dirigirse hacia la puerta por la cual había entrado, la que se comunicaba con los aposentos de la planta baja del palacio. Posando su mano en una placa de reconocimiento dactilar, y a la vez que un haz de luz investigaba sus ojos, la puerta se abrió. Un amplio ascensor se hizo visible ante los Mandatarios, adornado con espejos que mostraban grabados de símbolos varios. Representaban, ya desde antiguo, la unidad del planeta Tuilán.

– Acompáñenme, por favor –invitó el Presidente de la Asamblea a los Mandatarios.

Todos se levantaron de sus sitiales y entraron en el ascensor. No hizo falta repetir el proceso de reconocimiento en el panel informático del elevador, ya que la presencia de Liathor evitaba cualquier otro tipo de identificación. Se intentaba así no tomar medidas de seguridad desesperantes para otros invitados, aunque algunos encargados de la seguridad del palacio criticaban este hecho. Porque... ¿qué ocurriría si alguien amenazaba al Presidente para que se identificase con el propósito de acceder a las salas secretas de su morada?

Liathor argumentaba a esto que lo que había que reforzar era el servicio de escolta y de guardia para así evitar los inconvenientes de descortesía hacia los convidados. Era una polémica abierta que, sin embargo, podría cerrarse dentro de unos años, justo cuando se terminara de investigar con los nuevos paneles que detectaban la presencia de una persona y su identidad desde lejos e, incluso, aunque estuviera en movimiento. De momento, no era posible. Liathor pulsó un botón y el aparato comenzó a descender suavemente.

– ¿Nos lleva a sus salas privadas? –se extrañó Meil.

– No. Más abajo.

– ¿A los laboratorios? No se han utilizado desde... –Meil miró al Barón.

– Lo sé.

– Tiene que ser algo importante lo que se esté tramando allá abajo para que se vuelvan a usar dichas estancias –apuntó Craccon.

– ¿Algo importante? –La cara de Meil se iluminó– ¿Se está investigando un remedio contra el recná? ¡Sería maravilloso!

– No, Meil. Por desgracia no es eso. Pero, quién sabe. Puede servir... –Liathor se mostró pensativo.

El ascensor abrió sus puertas. Liathor salió y los Mandatarios lo siguieron. Soldados, enfermeras y científicos, toda clase de profesiones agrupadas en torno a dos grandes salas. A la derecha se podía ver la puerta transparente que servía de entrada al hospital, mientras que a la izquierda se hallaban los laboratorios. Precisamente a esta dirección se dirigía ahora Liathor, imitado por unos sorprendidos Mandatarios.

Sabían que estos recintos sólo se utilizaban en casos excepcionales, tal y como ocurrió con el Experimento Craisiano realizado después de la guerra. El Barón aún recordaba aquella operación. Al menos sí recordaba al doctor Craisin hablándole sobre los peligros de una técnica nueva y dispuesta a ser experimentada. Él se arriesgó. Gracias a eso mantenía intacta su vista y oído. El cuello, sin embargo, jamás volvería a moverlo como antes, pues ya no podía girarlo sin sentir dolores.

Dos guardas dieron la orden de apertura de las puertas del laboratorio cuando vieron al Presidente y a los Mandatarios acercarse. Una vez entraron, las puertas se cerraron. Delante, decenas de personas recorriendo la amplia estancia. Iban de un lado a otro, de un ordenador a una mesa de trabajo o de una mesa de trabajo a una máquina analizadora. Pronto, de una de las mesas, se les acercó un hombre mayor, aunque de gran vitalidad si se observaban sus rápidos movimientos. Laddermar enseguida lo reconoció.

– Hola de nuevo, Presidente. Buen día, Mandatarios de Tuilán –saludó a los representantes, sin ocultar una mirada de complicidad con el Barón.

– Bueno para ti también, Craisin. ¿Qué tal va la observación del paciente?

– Parece... vivo.

– Entonces... ¿sigue inconsciente?

– Así es. No creemos que se trate de un estado de coma, pero de nuevo le transmito mis reservas. He accedido al laboratorio porque precisaban ciertas respuestas sobre la anatomía de...

– ¡Un momento! –interrumpió Craccon, dirigiéndose a Liathor–. ¿Es su nieto? ¿Le ha ocurrido algo malo? Que yo sepa, sólo él o uno de nosotros podría ser tratado en estas estancias.

– Craisin, por favor –dijo Liathor al médico.

– No es tarea mía hablar de cuestiones técnicas, pero creo estar bien informado. Las dos salas estamos en continuo contacto, dispuestos a...

– Déjese de superficialidades –objetó un impaciente Craccon–. ¿Qué es lo que están haciendo aquí?

Craisin se dirigió al fondo de la estancia. Allí trabajaban, en una de las mesas, varios informáticos, atareados en complicados esquemas técnicos que los Mandatarios no entendían.

– Señores, a su derecha se les va a mostrar lo que es el descubrimiento más importante de nuestra era.

Un cristal negro y opaco, situado encima de aquellos informáticos, se fue haciendo transparente a la vista de todos. Enseguida se pudieron distinguir los fragmentos de lo que parecía un sistema computerizado.

– ¿Un nuevo modelo que ha salido defectuoso? –ironizó Craccon.

– No, señor Mandatario. Esta tecnología es extratuilanesa.

Craccon y los demás se quedaron mudos.

– Exacto –intervino el Presidente–. Procede de una nave con una tecnología superior a la nuestra y que nos hace suponer sea de una raza semejante, probablemente la misma, a la del satélite mostrado arriba. Acompáñenme ahora hacia el hospital, por favor.

Craisin se despidió de sus colegas científicos y siguió también al Presidente. Accediendo al pasillo del ascensor, divisaron la puerta de la enfermería, también guardada por soldados. Cuando se abrió, lo que vieron en aquella sala, bastante más pequeña que la anterior, les hizo sentir escalofríos. El grito de asombro de alguno de los Mandatarios fue expresivo de la situación. En una cama, completamente rodeado de aparatos médicos y dentro de una cabina de cristal, un pequeño ser yacía desnudo y, aparentemente, dormido.

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El laboratorio de Craisin. Ilustración de Alejandro Alés.

De aspecto débil, párpados grandes, nariz menuda y orejas despegadas de la cabeza, justo al contrario que los imperceptibles pabellones auditivos de los tuilaneses, tenía como peculiaridad más evidente un abundante pelo dorado que le cubría su cabeza. Su altura no parecía superar el metro y medio. Era indudable: delante de ellos había un extratuilanés.

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Sylel, aparentemente dormido. Ilustración de Alejandro Alés.

Todos los Mandatarios aún estaban aturdidos ante la visión de aquel ser, hasta que Craccon rompió el silencio:

– ¿Qué clase de... monstruo de la genética es eso?

– No. No es un producto de laboratorio –le replicó Craisin–. Es un ser vivo que parece necesitar lo mismo que nosotros para vivir: oxígeno, agua y alimento. Fue encontrado dentro de la nave, que cayó en la meseta central de esta isla. La relevancia para la Ciencia de este hallazgo es enorme. La relevancia política la han de decidir ustedes.

– Un momento, un momento –interrumpió Craccon– ¿Eso quiere decir que tienen la nave entera en algún lugar de Keón?

– Así es, Mandatario Craccon. Aunque completamente destrozada y, por tanto, inútil para nuestros propósitos –advirtió Craisin–. Sin embargo, puede ser interesante estudiar sus materiales y, cómo no, los componentes electrónicos que ya han visto antes.

– ¿Cabe la posibilidad de que se despierte? –preguntó Dlein.

– Esa es nuestra máxima esperanza, Mandatario de Acraul –le respondió Craisin.

– ¿Y por qué no lo analizan anatómicamente? –preguntó Craccon.

– Hemos realizado todo tipo de análisis, y el resultado da una composición semejante...

– No, no me refiero a eso. Quiero decir que deberían abrir su cuerpo y estudiarlo.

– ¿Abrirlo? ¡Está vivo! Sólo se haría en caso de muerte –se escandalizó Craisin–. Además, y aunque eso nos facilitaría su estudio, no es del todo necesario. Se nos han proporcionado las técnicas más modernas, y gracias a ellas podemos saber cómo es esta criatura por dentro. Podemos alcanzar un mayor grado de conocimiento utilizando otros métodos más... directos, pero no estoy de acuerdo con que lo hagamos de ese modo.

– Creo que es lo mejor, Mandatario Craccon –habló Liathor–. Para mí este ser significa una luz de esperanza para el futuro de nuestro planeta.

¿Una luz de esperanza? ¿No tenemos bastantes problemas en Tuilán como para que nos lleguen más? ¡Son cuestiones que nunca nadie ha resuelto! ¿No se percata de ello? –intervino Daiablor.

–Está equivocado, Daiablor. Este hecho creo que nos unirá a todos los países de Tuilán. Resolveremos nuestros problemas internos y lucharemos juntos contra las dificultades que nos llegarán de mundos diferentes al que habitamos.

Hubo un silencio. Tras una última observación al extraño ser, Liathor tomó de nuevo la palabra:

– Será mejor que subamos a palacio y, si lo desean, continuaremos la Asamblea mañana. Me gustaría que se quedaran unos días más antes de partir a sus respectivos países. Comprendan que este asunto requiere un tratamiento especial y una información directa que, obviamente, recibirán mucho mejor quedándose en la isla.

Los Mandatarios, algunos obligados por las circunstancias, aceptaron la invitación de Liathor y subieron a la Sala de la Asamblea en el mismo ascensor por el que habían accedido a la zona protegida del palacio. Varias tuilanesas llegaron tras la llamada hecha por Liathor con su comunicador y acompañaron a los presentes a sus zonas de descanso.

Comenzaba a anochecer en Keón. Ya en sus habitaciones, los Mandatarios se comunicarían con sus representados para hablarles sobre el tema de la Asamblea y para decirles que, de momento, no informaran a los medios de comunicación sobre tal hallazgo. Y es que una de las razones por las que se prolongaba la Asamblea era para decidir si los tuilaneses debían conocer una noticia que no se sabía qué reacción iba a provocar en la población.

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